Después del éxito de Hamlet, el Centre Dramàtic Vila-real prosigue con su línea de producir teatro clásico inmortal. Esta vez, se ha optado por Tartufo, obra creada en 1664 por Molière, que por su tono crítico fue prohibida hasta 1669. Durante esos cinco amargos años, el autor escribió tres súplicas al monarca Luís XIV para que levantara la prohibición con argumentos como este:
“Siendo el deber de la comedia corregir a los hombres al mismo tiempo que los divierte, pensé, dado mi oficio, que nada mejor podía hacer que atacar los vicios de mi siglo ridiculizándolos. Como es la hipocresía, sin duda, uno de los vicios más frecuentes, molestos y peligrosos, se me ocurrió pensar, Señor, que podría prestar un gran servicio a todas las personas honradas de vuestro reino escribiendo una comedia que criticara a los hipócritas y que mostrara al desnudo todos los gestos estudiados de esos fabricantes de falsa piedad, que quieren engañar a las gentes con fingida devoción y falsa caridad.”
Una vez permitida su representación publica, el alcance de la obra fue tal, que incluso se ha llegado a utilizar el nombre de su protagonista, “tartufo”, para referirse a personas hipócritas que aparentan cualidades inexistentes.
Ojalá fuera posible representar Tartufo hoy únicamente por su valor artístico, como una pieza de museo cuya crítica dejó de ser relevante con el paso de los siglos. Ojalá los "Tartufos" de todos los tiempos se hubieran desvanecido por el camino. Ojalá viviéramos en un mundo mejor en el que la hipocresía no continuara siendo tan exitosa. Ojalá… Desgraciadamente, no es el caso. Nos apena confirmar que Tartufo está más vivo que nunca y que nuestro día a día se conforma por una maraña de individuos de la misma calaña que nuestro personaje. Tanto en el entretenimiento televisivo como en la política desvirtuada y el mundo de los negocios y de las relaciones laborales podemos observar cómo emergen continuamente nuevos "Tartufos" que aprovechan la coyuntura de este nuevo mundo que busca desesperadamente materiales para edificar nuevos pilares ante el derrumbamiento de los viejos. Se multiplican sin fin, cada vez más conscientes de su éxito, y cuando, a veces, conseguimos desenmascarar a alguno de ellos, descubrimos con desolación que ya no tenemos las herramientas necesarias para deshacer su nefasta labor. Al verles intocables, tan prósperos y opulentos, nos desesperamos y nos invade la impotencia. De tal modo, estos seres despreciables consiguen que pongamos en duda valores éticos elementales. Se trata de una lacra que no solamente consigue enriquecerse a costa ajena mediante engaños y perfidia sino que corroe nuestra propia dignidad.
El teatro no puede cambiar el mundo de la noche a la mañana, pero sí puede poner el dedo en la llaga de la sociedad esperando que ésta despierte de su letargo y ponga coto a estos peces de aguas turbias que en las últimas décadas han llegado demasiado lejos, esta es nuestra propuesta.