La guerra actúa como la peste: empieza súbitamente, mata rápida y violentamente, se extiende como una epidemia y termina con su aplastante lógica: victoria o derrota. Parece que el virus de esta enfermedad se halla arraigado en lo más profundo de la naturaleza humana y que se desarrolla muy fácilmente cuando las condiciones le son favorables. El primer síntoma que detectamos es la pérdida de objetividad y el convencimiento de que el destino se puede cambiar con violencia. No importa si has de morir, ni tampoco cuanta gente hay que matar. Y así un día, cuando te despiertas, oyes tiros. Los vecinos te comentan que ha empezado la guerra. Una guerra. Cualquier guerra. Y sin saber demasiado bien el significado de esa palabra empiezas a utilizarla continuamente. Después comprendes el significado y el contenido de la palabra miedo. Miedo a todo y de todos. Y no sabes demasiado bien qué hacer, ni dónde ir, ni cómo comportarte. Simplemente te hallas en guerra, en un país en guerra.
De repente, delante de ti se te ofrece una encrucijada de caminos y no sabes cuál escoger. Uno te lleva irremediablemente a sumarte a la barbarie y la vorágine; otro te impele a huir – única cosa que parece tener un poco de lógica humana; pero existe aún un tercer camino que se ven obligados a escoger la mayor parte de la gente: permanecer en el seno del conflicto y convertirse en víctimas inocentes. Es de esta gente de quien queremos hablar en Opus Primum, porque su muerte injusta todavía vuelve más insensata la guerra. Y porque hay que decir basta. Basta a esta guerra, a la guerra, a cualquier guerra.